Metal Lords: un culto nostálgico a los dioses de nuestra adolescencia

Por: Álvaro Castellanos | @alvaro_caste – Periodista, editor web y creador literario

El nuevo hit de Netflix evoca con mucha gracia la utopía escolar de alcanzar la fama gracias a los poderes del rock ‘n roll.

Oh, la adolescencia. Aquella época confusa en que no sabemos quiénes somos, ni para dónde vamos: las mismas incógnitas que nos asaltan en la vida adulta, pero que debemos ignorar sistemáticamente porque estamos ocupados sosteniendo una carrera infinita con las deudas. Cuando somos adolescentes queremos ser adultos y cuando llegamos a adultos, no sé si queremos volver a ser adolescentes, pero adultos creo que tampoco. De cualquier forma, la adolescencia nos lleva de vuelta a un tiempo en el que fuimos desarrollando una personalidad y una identificación única con ciertos referentes, como el rock ‘n roll. Hacia este lugar va Metal Lords (2022), disponible en Netflix, sobre unos adolescentes que arman una banda para competir en un concurso colegial. Una película que —más que analizar con el rigor de un filme aspirante a la Palma de Oro de Cannes— conviene disfrutar, aun desde sus inconsistencias, cortesía de la efectividad que tiene para conectarnos con nuestras nostalgias adolescentes.

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Dos chicos quieren comenzar una banda de heavy metal, pero son los únicos de la escuela interesados en el género. La búsqueda de bajista se complica, aunque hay una chica que toca el violonchelo. ¿Lograrán encontrar su ritmo a tiempo para la batalla de bandas?

Metal Lords es espejo parcial de películas recientes como The Dirt —sobre Mötley Crue— o Lords of Chaos —sobre Mayhem—, ambas de 2019, con la diferencia de que no se trata de una historia basada en hechos reales. Sí contiene —igual que las mencionadas— un tono de parodia, esta vez trasladado a lo que en el fútbol se conoce como «el sueño del pibe», pero con el rock ‘n roll. Más cercana en sus intenciones podría ser School of Rock (2004), comedia gringa dirigida por Richard Linklater —un enorme director contemporáneo— y protagonizada por Jack Black. Metal Lords no es una película seria en sí misma, pero tampoco busca serlo. Es justamente por eso que tiende un encanto muy disfrutable y un pacto ficcional estratégico que permite conectar con las emociones de todos los que alguna vez nos miramos al espejo como Homero Simpson cuando era joven y lanzamos la promesa rota de que iríamos a rocanrolear «forever».

Imaginen que están en el colegio y que su papá es un cirujano plástico millonario que no les presta atención, pero les heredó un Ford Mustang que no tiene nada que envidiarle al mismísimo Batimóvil. Imaginen que su papá deja pagando por ahí su tarjeta de crédito de cupo indefinido y que con esa plata se compran las guitarras eléctricas, pedales, amplificadores y equipos de sonido más depravadamente costosos que se puedan conseguir en las tiendas de instrumentos gringas. Imaginen que su habitación es más grande que un apartamento en Chapinero de quinientos millones de pesos y que la convierten en un ensayadero donde tratan de sacarse los éxitos de Metallica, Pantera, Megadeth, Judas Priest, Dio, Danzig, Anthrax, Slayer, Black Sabbath, Guns ‘N Roses, Iron Maiden, Tool, Mastodon, Messugah, Lamb of God y Rage Against the Machine. ¿Les parece raro que Rage aparezca en esta lista? A mí me hizo ruido, pero es que resulta que Tom Morello es productor ejecutivo de Metal Lords y eso explica que esté ahí, aunque su banda esté a varios grados de separación de las demás.

¿Lograron imaginarse todo lo anterior? Bueno, es la magia de una película que se toma ciertas licencias casi fantásticas, que podremos imaginar como reales si nos gusta el Metal y, por ende, aceptamos la historia que nos ofrece.

En este ambiente lleno de parafernalia metalera, colorido en la imagen, maquillajes tipo Black Metal y momentos cómicos realmente buenos se desarrolla la historia de Hunter —Adrian Greensmith—, un adolescente blanco, problemático y obsesionado con el Metal, quien construye una amistad con Kevin —Jaeden Martell—, un nerd también blanco, de gafitas e introvertido, que le pega a la tambora en la banda de guerra de la escuela. Kevin descubrirá un talento único para tocar una monstruosa batería, que no sabemos muy bien de dónde la saca, pero que le debió costar más de cincuenta salarios mínimos. El destino de ambos chicos se cruzará cuando armen una agrupación que participará en la llamada «Batalla de las bandas»: una competencia escolar que, para ellos, determinará el éxito o el fracaso de sus vidas. Para completar la agrupación, Kevin recluta a Emily, una jovencita impopular —blanca, claro— y muy virtuosa en la interpretación del violonchelo.

La película, producida por los creadores de Game of Thrones y dirigida por Peter Sollett —de quien se conocía poco y nada hasta el momento— se desenvuelve con mucho ritmo narrativo, a pesar de que no profundiza lo necesario en los conflictos planteados y arrastra vacíos argumentales insalvables en la historia: tal vez es el mayor renacuajo que como espectadores debemos tragarnos. De igual forma, Metal Lords ejecuta bastante bien todos los clichés que conocemos sobre la vida escolar gringa, con estudiantes populares, impopulares, sensibles, nerds, freaks, fiestas en mansiones con vasos desechables rojos, chicas rubias corriendo desnudas al lado de una piscina, y unos tipos matoneadores que no se quitan su chaqueta de fútbol americano de la secundaria ni para meterse a la ducha.

El punto más emotivo de la película —que finalmente hace las paces con el espectador y alcanza a cumplir lo que promete— es la aparición breve de cuatro leyendas del Metal. Parados uno al lado del otro, frente a un jacuzzi, plantean una polifonía que sirve como la voz de la consciencia de Kevin. El único actor reconocido de Hollywood que actúa en Metal Lords es Joe Manganiello —esposo de Sofía Vergara—, que interpreta al Doctor Nix: un metalero retirado y médico en un centro de rehabilitación para jóvenes adictos. De su aparición, destaco una retahíla muy divertida en la que le pregunta a Hunter si es dependiente al alcohol, la marihuana, la cocaína, las metanfetaminas, la heroína, los ácidos, el éxtasis, los vapeadores, las automutilaciones, si sufre de insomnio, tendencias suicidas o si ha destruido propiedad privada, a lo que Hunter responde que su único vicio es el «puto metal».

Si en nuestra adolescencia no quisimos ser astronautas o deportistas, seguramente quisimos ser estrellas de Rock. Es decir, no imagino a una persona que haya soñado con ser árbitro, asistente contable o delegado de rifas, juegos y espectáculos, pero a lo mejor lo hubo, aunque me cuesta imaginarlo. Y desde la condescendencia que desempolva este sueño romántico adolescente conviene dirigir nuestros juicios de valor hacia Metal Lords. No es una película para exigirle mucha verosimilitud, investigación, preciosismo en la imagen, reflexiones ensayísticas sobre la condición humana o consistencia en el guion. Lo que sí explora es la utopía de la inmortalidad gracias al rock ‘n roll. Un estado del alma que trae consigo otro sueño aún más noble: el de poder vivir sin tener que trabajar.

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