El arte entre migraciones, violencia y mafia

Por: Andrés F. Benoit Lourido – @afebenoitlou

Colaborador Colectivo Sonoro

El terror existencial

La mente de un escritor es inquieta. A Andrés, por ejemplo, desde niño le volaba la imaginación inventándole a sus compañeros de colegios historias sobre él de que poseía fama y fortuna sin tenerla. Ese exceso de dopamina en su cerebro lo explotó y se hizo escritor. Puso en letras su realidad social, su contexto urbano siendo protagónica su juventud.

Canciones que hablan, huelen y suenan a Cali.

Ese flaco, con cabello rebelde, gafas grandes y sonrisa franca, vivió la Cali rumbera, la época de moda, de la liberación sexual y las drogas. Pero no sería digna su trascendencia si Andrés solamente fuera sinónimo de música, fiestas y alucinógenos. Él, fue un genio, un intelectual sensible que enriqueció la cultura.

Las dimensiones que más le pesaron en su vida fueron el cine y la escritura; tanto, que allí encontró refugio durante el tiempo que le quedaba de vida. Cuestionó, fue susceptible a la realidad, y percibió en sí un terror existencial.

Era 1975, Andrés tuvo dos intentos de suicidio; él cargó en su vida la muerte, en sus pensamientos la necedad de vivir haciendo guiones para el séptimo arte, escribiendo cuentos, novelas, manifestando su inconformidad y dando detalles sutiles que su deceso ocurriría en algún momento.

“Soy rubia. Rubísima. Soy tan rubia que me dicen: “Mona, no es sino que aletee ese pelo sobre mi cara y verá que me libra de esta sombra que me acosa”. No era sombra sino muerte lo que le cruzaba la cara y me dio miedo perder mi brillo”. Estas son las primeras líneas de ¡Que viva la música!

Los noventa, herencia cultural musicalizada por Superlitio

Pasó el tiempo y llegaron los años 90 en Cali, y las calles tropicales de la ciudad estaban contagiadas de músicas populares y sonidos entremezclados que componían psicodelia. El ambiente se mantenía en su máxima expresión bailable de la salsa; pues las trompetas y timbales de las canciones que se escuchan en las discotecas, sobresalían distinguidamente en cada esquina.

Podcast Colectivo Sonoro: Superlitio.

En este tiempo, cinco jóvenes influenciados por su entorno coincidieron en un gusto común aparte de la salsa. Es otro género musical que corría en sus venas: el rock. Cada uno venía formándose en la disciplina de ser músicos y, entre intentos de formalizar proyectos ya finalizando la década, fundaron Superlitio entre los años 1996 y 1997.

Plaza Sésamo fue el primer espacio en que la banda materializó su sonido frente al público. Era un bar rock and rollero en donde se respiraba cultura por jóvenes enardecidos por el arte, con tintes de alternativos.

La de los noventeros de Cali fue una generación nutrida de expresiones intelectuales y artísticas, de cine, poesía, literatura y de mucha música creada atrás. Una herencia escrita por Andrés Caicedo, mezclada con la composición salsera de Los Bunkers o La Gran Banda Caleña de los setentas. Por parte del rock llegó una influencia importada de The Beatles.

La experimentación musical de Superlitio los llevó a la búsqueda constante de una identidad, una deseosa de hacer rock, pero como dijo algún día Felipe Bravo, vocalista: “Hablar de rock puro es algo que no tiene sentido. El rock es fusión de muchos ritmos”. Entonces paulatinamente, en cada álbum comprobaron lo dicho por Bravo, ritmos del pacífico y del caribe se mezclaron con su música, y con una base fundamental de lo que significa Cali que los ha acompañado por siempre: la salsa.

El arte y la migración

Finalizó el siglo, recorría 1999 y el atardecer de La Sultana del Valle era momento preferido por los caleños, porque el característico calor de la ciudad bajaba su intensidad, contemplándose así la perfecta frescura. Los integrantes de la banda en este año: Pedro Rovetto, Bravo, Armando González, Mauricio Campo, Alejandro Lozano y Dino Agudelo, lanzaron El sonido mostaza con la producción caleña Resaca Records, un álbum pincelado con colores sonoros latinos, que resuena el sur del Pacífico colombiano.

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En El sonido mostaza, la banda incluyó la esencia salsera y compone letras hablantes de polizones; (personas que evaden pagos para utilizar medios de transporte) en este caso, hicieron referencia a aquellos vallecaucanos que subían en barcos de Buenaventura para navegar mientras soñaban una vida anhelada en otros países. Cantaban y tocaban a su contexto, a su relación con la realidad.

Buenaventura está a 121 kilómetros por carretera a Cali; es fundamentalmente un lugar de tránsito de mercancías e históricamente la población ha tenido condiciones duras sin posibilidades laborales, educativas, ni de condiciones de vida digna. El estilo migratorio de los polizones era pasar por dolorosas travesías en el mar; desde El sonido mostaza, Superlitio dedicó a esto la canción llamada “Negro sol, negra luna”:

“Aquel niche salió del puerto. Con la esperanza de progreso a cuestas. Y entre lanza y lanza se abrió trecho por la vía de Norteamérica. De polizón viajó escondío´ entre la carga de marihuana. Atrás dejó a su madre y hermana que corazón les dejó partío´. No temas cucha querida, que le prometo que vuelvo a darle una mejor vida. Por chuchito que me está viendo hoy”.

Cali son valles, son lugares montañosos como San Fernando, El peñón, San Antonio, Granada, Farallones; es el cerro de Cristo Rey, es arquitectura con la Iglesia La Ermita, es exuberancia con las palmas esculturales de la Plaza de Cayzedo. También es la capital vallecaucana de municipios aledaños: en el norte Cartago, famosa por los artesanos; en el centro Buga, reconocida en Colombia por la casa del Señor de los Milagros; en el sur Palmira, la capital agrícola; y Jamundí y Jumbo, ricas en metales preciosos.

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Desde el occidente está Buenaventura por la bahía del Océano Pacífico; ahí está el puerto marítimo que está conectado al resto del mundo. Es un distrito con el 90 por ciento de personas negras y muchos de esta población (y también de la misma Cali y alrededores), han migrado, migran y son futuros migrantes. En 1999, Superlitio con su segundo álbum hizo de este contexto su musa; los negros del pacífico en condición de polizones inspiraron a la banda con “Negro sol, negra luna”; particularmente con esta canción cuentan una sola historia, pero representa muchas del Valle del Cauca.

Al norte del departamento del Valle existe un municipio rico en el cultivo de la caña de azúcar; se llama Zarzal. Allí está ubicado el corregimiento La Paila, uno de los más grandes del departamento. En La Paila nació Óscar Murillo, un artista contemporáneo de los más cotizados del mundo.

Aunque no como polizón, Murillo fue un emigrante. Teniendo 10 años, se trasladó con su familia a Londres buscando mejores condiciones de vida tras la depresión económica de estos años noventa, y junto a su padre, en esta ciudad, se dedicaron a limpiar oficinas.

Había una crisis en Colombia. El país estaba sufriendo transformaciones a raíz de reformas para permitir el acceso de capitales internacionales y gestionar recursos crediticios. La regulación afectaba el mercado bancario, se privatizó la banca estatal y recibían bancos extranjeros. La economía nacional se iba deteriorando y había una tasa de desempleo alta (22 por ciento en este 1999, según el investigador Alejandro Torres G. de la Universidad de Antioquia). Murillo y su familia migraron por esta crisis.

Hay que ponerle geografía

Año 2003. Era un buen inicio del Siglo XXI para el Valle del Cauca: “El microbiólogo de Buenaventura Raúl Cuero, ganó el premio más prestigioso de Tecnología de la NASA”, decía la televisión nacional. Esto fue un orgullo e inspiración para los bonavorences; de por sí, han sido una cultura alegre y fiestera, talentosos bailarines y muy musicales como se representa también en los demás municipios del Valle del Cauca. Durante este año la disquera Cielo Music Group y el productor Tweety González, conocido por producirle a Soda Stereo pre-producían en Cali el Tripping Tropicana, nuevo álbum de los Litio.

Luego de que Tweety respirara el aire cálido, se empapara del ambiente de Cali, y tal vez leyera algo de Andrés Caicedo, viajaron a Los Ángeles. Allá, en espacios gratos y de trabajo musical, la agrupación concibió la añoranza de su tierra porque querían crear un disco muy vallecaucano. Algo así como Murillo crea con el arte plástico en Londres, Superlitio con el musical en la ciudad californiana.

A la música hay que ponerle geografía, porque el intento de identidad, no resulta si no se parte de vivencias del pasado y el presente con nuevos caminos que idealizan al artista. “Hay muchas bandas de rock, pero si quieres ponerle un sello al mundo, hay que soñar desde donde se viene; hay que ponerle geografía, esa es la esencia”, dice Alejandro Lozano, el guitarrista.

La trascendencia de la banda en identificarse con su tierra se reflejó con “Ke vo´ hacer”, una de las canciones pertenecientes al álbum Tripping Tropicana y favoritas dentro del listado de Rock Colombia. La relevancia del disco tiene mérito de nominación al Grammy Latino y en los Premios lo Nuestro. Al parecer su inspiración cultural del Valle del Cauca seguía dando frutos, porque también en algún momento, el gobernador de ese departamento consideró a la agrupación como “embajadores musicales y representantes a la juventud de Cali”. Así le pusieron geografía.

Parecía entonces que el arte también necesitara ser emigrante. Y no solamente para comercializarse por fuera de Colombia, (lo digo porque según algunos expertos del concepto «arte», la intención de crear por el dinero es contaminación; algo así como un sacrilegio en esa jerga) sino que nacía la necesidad de los artistas por comunicar de dónde vienen.

Por ejemplo, comenzando este siglo, (XXI) antes de que Litio grabara su Tripping Tropicana, salían de una gira por los Estados Unidos. Y, devolviéndome a los setenta, en la misma ciudad donde Superlitio grabó el mencionado álbum, viajó Andrés Caicedo en busca del director y productor de cine, Roger Corman, para venderle sus guiones de largometraje llamados “La estirpe sin nombre” y “La sombra sobre Innsmouth”. Pero no lo encontró. Caicedo le dijo a su madre en una carta que le envió: «es un medio muy difícil y enmarañado, y la parte que está metida en Hollywood no se anima a colaborar por miedo a la competencia».

Regresando a los años dos mil, a Óscar Murillo no le estaba yendo mal. Él producía pinturas y hacía performance´s inspirados en la cultura vallecaucana que rompía barreras sociales; era un obsesionado con sus raíces. Mango, yuca, chorizo, sancocho, pollo, chuleta, eran algunas de las palabras que se describían en medio de la creación abstracta de sus pinturas, comida muy típica. También rompió barreras económicas, pues tiene grandes subastas de sus obras a nivel mundial en las casas más elitistas de arte: Sothebys, Christie’s y Phillips.

Salsa, cine y el negocio maldito

Transcurrían los años y aunque Cali mantenía su esencia cultural, era imposible desconocer la situación social de la ciudad: la violencia y las mafias no pasaban desapercibidas.

Según investigaciones del Observatorio de Seguridad de Cali y reportes de FORENSIS, entre el 2007 y el 2008, Cali se encentraba en una de las tasas de homicidios más altas del país, y la violencia provocada por el crimen organizado era significativa.

Hay un viejo refrán popular que dice: «perro no come perro», pero en el Valle del Cauca, debido a la violencia que se vivía, el cineasta caleño Carlos Moreno pensó más bien: «perro come perro», haciendo analogía con la afirmación popularizada por Hobbes: «el hombre es un lobo para el hombre». Bajo este concepto, en 2007, lanzó su película inspirada por su entorno y pensada con una historia que también puede suceder en cualquier parte del mundo.

Moreno le prometió a sus amigos algún día producir una película en Cali, con la infraestructura y el recurso citadino que ofrece la ciudad; entonces, con actores como Marlon Moreno, Blas Jaramillo, Oscar Borda y más, dirigió “Perro come perro” retratando Cali y haciendo de una historia arte cinematográfico.

La película relata la historia de dos asesinos sirviendo a un empresario caleño que tiene sed de venganza por la muerte de su ahijado, y necesita recuperar mucho dinero que le fue robado. La trama, es una ficción que no le envidiaba nada a la realidad, porque ahí refleja la codicia del dinero, el delirio por los placeres materiales de la vida, la brujería y la violencia. Por el lado de la composición musical, Superlitio tuvo el protagonismo sonoro y le dieron vida a una canción llamada con el mismo nombre de la producción.

La canción es hecha para la película y posteriormente la incluyeron en su álbum Calidosound del 2009. Cuando se escucha “Perro come perro”, suenan un bajo, trombones, timbales y piano que la hacen salsera. A esto, le mezclan un riff de guitarra y golpes en la batería que le dan la cualidad rockera. La voz rasgada canta la historia (en versión sintetizada) de la película:

“Hay un perro en cada esquina, ten cuidado cuando caminas y por más que seas un perro, aquí perro come perro. Que lo que haces te lo cobran todo aquí y se paga, aunque no quiera óyeme mil; y si ya no tienes con qué pagar, cobran con la vida no te vayas a asustar. Que te vienen buscando y ya te van agarrando, el que la hace la paga y en la calle no se escapa.

¡Ay! que tú estás envenenao´, perro come perro y no le muestres el lao. ¡Ay! Que te tienen embrujao´, mira que te tienen amarrao´ y rezao´”.

Dos años después del Calidosound. Era el 2011, Litio filmó un DVD llamado “Sesiones 10.10”. En esa oportunidad un cantante, trombonista, productor, negro y caleño les colaboró en sonar la canción “Perro come perro”. Este músico es una representación ferviente de la salsa y de Cali: Mauro Castillo.

Mauro tiene una carrera musical valiosa para el aporte cultural del Valle del Cauca. Dentro de toda su historia sobresalen colaboraciones, por ejemplo, con Jairo Varela y el Grupo Niche, símbolos salseros representativos del sur oeste de Colombia.

La Cali que narré inicialmente contextualizada en los años noventa, con calles tropicales contagiadas de música, con espacios de tertulias sobre temas de cine, poesía y literatura ambientados por el jazz, salsa, y rock and roll, tenía su lado nocivo. Los caleños respiraban cultura y arte, claro, pero también conspiraba en el ambiente un aire a desdicha, porque en aquella época, las bandas criminales organizadas estaban en su auge vendiéndole el alma al diablo mientras adoraban su diosa: la cocaína.

Sí. La cocaína era la diosa, y esta era propagada como un credo religioso en el mundo por una cúpula de brillantes mafiosos que conformaban el Cartel de Cali. Los hermanos Rodríguez Orejuela, José Santacruz y Hélmer Herrera, organizaron esta mafia, eran reconocidos en todas las clases sociales como distinguidos empresarios y parecían prácticamente los dueños de Cali administrando el llamado negocio maldito.

El Colibrí era Miguel y El Ajedrecista Gilberto; así fueron los Alias de los dos hermanos tolimenses que hicieron historia en Cali. El periodista caleño Raúl Benoit, quien tuvo vínculos con estos personajes con la intención de investigarlos, los describió como hombres “discretos, sigilosos, moderados y diplomáticos”. De a poco desde los años setenta, se fueron convirtiendo en personas muy importantes y poderosas con el narcotráfico.

Raúl, en su libro Prohibido decir toda la verdad, una novela que relata su experiencia con las mafias colombianas narró que: los Rodríguez aspiraron pertenecer a la «aristocracia criolla» en donde les fue permitido hacer negocios ilícitos con el mismo Estado. Consolidaron Drogas La Rebaja, compañías inmobiliarias y de inversión, siendo los dueños de 1.500 propiedades; también conformaron medios de comunicación, por ejemplo, el Grupo Radial Colombiano con 45 emisoras avaladas por el Ministerio de Comunicaciones. «Corrompieron jueces, policías y presidentes», dice Raúl.

El narcotráfico del Cartel de Cali untó los grandes negocios de Colombia; era como un pulpo haciendo suyo lo que quisiera con tentáculos inquietos, y dentro de sus espacios conquistados estaba la industria musical y el espectáculo. Jairo Varela, en su vaivén de la música, recibió la opulencia de los narcos. En 1995 estuvo en la cárcel por enriquecimiento ilícito; un año después quedó en libertad por fallas en el procedimiento, pero volvió nuevamente a prisión en 1998. Sus nexos fue aceptar dinero en cheques en forma de pago por presentaciones musicales provenientes de estos mafiosos. Por otro lado, su hija Yanila Ester fue novia de Jhon Gaby Valencia, jefe de seguridad de Hélmer Herrera, a quien lo conocían como «Pacho», el tercero al mando del Cartel.

Varela fue considerado un hombre de disciplina en su arte según sus familiares, amigos, alumnos y allegados, y aunque estaba prisionero físicamente, su mente y corazón estaban libres aprovechando para continuar trabajando su talento desde las rejas; compuso decenas de canciones, entre ellas “A prueba de fuego” que, en pregones, canta acerca de falsas acusaciones, y a la no libertad… “De qué valió poner en alto, en lo más alto mi bandera altanera, si el premio que recibo, sin motivo, es una larga condena”.

Jairo como leyenda musical fue inspiración directa de Superlitio; tanto, que en los inicios de la banda y durante su trayectoria, ellos soñaron con marcar una identidad, así como él lo hizo, e humanizar ese sentir de lo que significaba hacer música en Cali y desde Cali. La banda no se contuvo en grabar la canción “Sin sentimiento” del Grupo Niche; muy a lo Litio, y muy a lo Varela haciéndole homenaje.

Para Litio, componer sonidos y letras desde esta ciudad, les implicó influencias de un género representativo como la salsa. El concepto de identidad y el género en los caleños resuena simbólicamente; por ejemplo, en la Plazoleta Jairo Varela hay un monumento que dice “niche” en forma de trompeta, y al interior de los pabellones del instrumento que están como base de cada forma que representa una letra, se puede escuchar salsa, sobretodo la canción “Cali pachanguero” y en cada pabellón suena la canción desde diferentes referencias, en uno los vientos, en otro la percusión, en otro, voces y más variaciones de la composición.

Inevitablemente, la herencia musical salsera no fue influencia única para Superlitio. Ellos, como bien dijeron sobre ponerle geografía cargaron con la historia que trae consigo la ciudad donde nacieron. Y en esa ciudad, donde el narcotráfico ha sido un flagelo marcado, justamente en el tiempo cuando moría una de las organizaciones criminales más grandes del mundo con la captura de los jefes del Cartel de Cali, nacía la agrupación Superlitio.

“Superlitio suena a Cali”, me dijo Rovetto (el bajista) una vez cuando conversamos. La relación de la ciudad con la música permeó. Pensé que no necesariamente, todas las letras de sus canciones contienen historias relevantes a lo que ha sucedido en el Valle del Cauca como la canción “Negro sol negra luna” de los polizones de Buenaventura. Lo que han creado en cuanto a su contexto a veces viene de una forma tácita, a veces, en una palabra, casi siempre en su sonido.

Si el fenómeno del narcotráfico del Cartel de Cali vino de ese punto del país, la relación con el arte que desde ahí se hace, (aunque no sea directa) se menciona. Lo que quiero decir, es que, Carlos Moreno y Superlitio con “Perro come perro”, por ejemplo, muestran en cine y música las mafias de Cali y sus alrededores; la violencia entorno de las drogas; la codicia y el poder del crimen, connotando esa realidad maldita que por décadas ha dejado y continúa dejando secuelas en el departamento y en el país.

Litio, luego de su Calidosound continuó haciendo música, y esta vez, el año 2011 fue tiempo para recibir el álbum llamado Sultana: Manual Psicodélico del Ritmo Vol 1. Un disco completamente dedicado a Cali, a su salsa y a su baile. El nombre de sus canciones lo confirman: “Bienvenidos a la Sultana” (intro) “Santiago D.C”., “Cali, Chipichape y Saturno”, entre otras. Son contenidos sonoros con una estética muy arraigada que hablan de lulada, caña, agua de panela, sancocho, (muy similar a las palabras abstractas de Murillo en sus pinturas) mientras describen lugares determinados del Valle y más elementos. El concepto fue sonar la ciudad combinada con la comida típica, y una relación entre el territorio y la gente.

En el intervalo de esta fecha, el arte hecho desde el Valle del Cauca persistía en su creación. Con el baile, la literatura, el cine y la música, continuaban desafiando realidades del contexto violento y corrupto, aunque ya no en un entorno como del Cartel, pero sí con las secuelas que este dejó.

¡Que viva la música!

2014. Pasaron treinta y siete años luego de la muerte de Luis Andrés Caicedo Estela. Por esta época Superlitio lanzó su quinto álbum de estudio llamado Nocturna, característico de experimentación de sonidos más maduros y desde la perspectiva de Pipe Bravo con los teclados. El álbum fue producto de inspiración de la música que les gusta escuchar, esta vez, aparentemente no inspirado en Cali; sin embargo, de su vínculo con la ciudad resulta imposible desatarse.

Cuando fui al lanzamiento del álbum en un bar en Bogotá, y posteriormente presenciando otras presentaciones, la banda solía empezar a tocar con una canción que connota la intensión del disco: lo nocturno, y lo sereno con una sutileza tal de calma. La sonoridad del track despierta lo psicodélico y la letra de “Puro Goce” complementa ese viaje musical.

Carlos Moreno pensó en “Puro Goce” porque encajaba justamente en el pedazo visual de su nueva película, la canción parece hecha perfecta para el clip de ¡Que viva la música! inspirada por la obra de un maestro, de Andrés Caicedo. El camino de Moreno que ha llevado como cineasta a la par de Litio, es un vínculo de complicidad. Cali, sus sitios en común, la salsa, el rock, la universidad, y la amistad los une.

La música que la banda le propuso al largometraje fue con el concepto de darle al personaje del libro un viaje provocado por lo que suena, alterando tanta la sensibilidad como si fuera droga, un efecto placebo. La música está en todo; representa realidades, diversos contextos de todas las partes del mundo. Así, se derivan nuestras identidades culturales y personales. Somos lo que escuchamos.

En la vía Cali – Jamundí, entre corteros de caña de azúcar negros, dentro de un bus intermunicipal con estética vieja y muy ruidoso, se sube una mona (mujer rubia). La mona y los pasajeros viajan con la presencia de Richie Ray & Bobby Cruz con “Lo Atara la Arache” que suena en el parlante del bus. Sentados mueven los dedos, zapatean la lámina corrugada del piso, palmean, mueven la cabeza y cantan al son de la poesía afrocubana en Boogaloo. Así se filmó la escena 117 de la película, con gente apropiando lo que escucha.

Tratar de encontrar el manifiesto de la obra fue el ejercicio de Carlos con ¡Que viva la música! Traducir lo escrito por Andrés Caicedo a lo audiovisual de una forma mecánica es imposible, porque esta es una obra maestra, es densa de ambientes conectados unos con otros. Por eso es una inspiración, mas no la representación.

En la última entrevista que le hice a Pedro Rovetto le pregunté: «…Qué significa Andrés Caicedo para ti» y me dice: «Andrés y su generación que hacía cine y literatura eran rockeros, salseros, gente de culturas alternativas, de una época distinta a la de nosotros, pero hizo eco en nosotros. Esto nos dejó la mentalidad de hacer las cosas uno mismo, de ser independientes y hacer cosas desde Cali. La actitud de rebeldía y contracultural de la generación de Caicedo nos llamó la atención, más porque eran de los mismos barrios de nosotros, gente que pisó los mismos andenes, entonces nos sedujo mucho esos personajes. Somos fans de las obras de Caicedo, nos marcó y nos influenció en nuestro arte, y con la contribución de nosotros aportar a ¡Que viva la música! es algo digno de devolverle».

La vida de Andrés Caicedo fue corta, pero con mucha trascendencia para tan poco tiempo. Él, fiel a su ideal de lo insensato que se vuelve la existencia luego de los 25 años, deprimió su actividad cerebral con sesenta pastillas de secobarbital, medicamento de la angustia y la ansiedad. Andrés se fue más allá de la muerte, porque dejó una herencia escrita en la historia, ahora vive en las fotografías y en sus mismísimas obras.

Metamorfosis de los dos mil, y el arte construyendo identidad

Llegó el 2017 y en este nuevo siglo el Valle del Cauca, paralelo al mundo entero, es el resultado de una metamorfosis. En este año Superlitio sacó un álbum como una continuación de la segunda parte de Sultana: Manual Psicodélico del Ritmo Vol 1. Este se llama: Sultana: Bailando en la Revolución Vol 2. Aunque la Sucursal del Cielo ya no sea la misma que hace algunas décadas atrás, Litio conscientemente volvió a dedicar un disco a esa parte de Colombia.

Según lo que me contó Rovetto, Cali y Valle del Cauca pre-Internet, respiraba más diversidad musical que la que se respira actualmente. Era una ciudad que exponía salsa, música tropical, boleros que habría la mente y el oído. Por ejemplo, en La Tertulia, (zona cultural de Cali con un museo de arte contemporáneo y cine) era un espacio donde se veía un trío de jazz, luego de música folclórica; y ahora, se perdió esa diversidad.

«Cada vez que voy a la ciudad nos encontramos con una ciudad que se ha quedado en el confort de la música urbana y eso es lo que suena en la radio». Me dijo Pedro. También me expresó que a Colombia le hace falta enorgullecerse por su cultura y no hacerlo cuando solamente sea conveniente: cuando juega la selección o cuando alguien se gana un premio en el exterior. Sin importar si es de la Costa, del Eje Cafetero, de Bogotá, Medellín, los llanos, hay que buscar la esencia con la que uno se identifique y usarlo como combustible para crear, hacer arte y ver, y vivir el mundo desde donde somos.

La vida la podemos traducir de diversas formas. La podemos escribir, leer, escucharla y crearla en música, en cine. Narrar de dónde venimos con todas sus implicaciones y complejidades sociales y políticas, nos da la oportunidad de tener memoria y valorarla, y, además, de darle sentido, significados a la cultura y a la identidad, porque desde allí apropiamos nuestras historias, de dónde pertenecemos y lo que somos.

En 2020 cumplimos medio siglo después de las aventuras de Andrés Caicedo en los 70´s  liderando movimientos culturales en la ciudad vallecaucana con su literatura y su gusto por el cine. Si supiera cómo ha cambiado el mundo, Colombia y Cali.

Hemos mutado. Concebimos el mundo diferente a como era cincuenta años atrás, pero mantenemos la esencia, la conexión con el pasado.

Vivimos un híbrido artístico consecuente de una estética tras otra. Lo llaman herencia.

Lo que ha hecho Óscar Murillo, Superlitio, Carlos Moreno y todos los artistas queda en la historia de la humanidad, porque estas creaciones, son representaciones de lo que viene de adentro; de la constante construcción de nuestras identidades; nuestra relación con los territorios.

Actualmente, Superlitio sigue caminando en los sonidos imprevisibles en medio de este destino impredecible. Han lazado nuevas canciones como: «Texas», «El aguante», «This is war» y mi favorita, «Veneno», que tiene una versión salsera.

Esas canciones se publicaron en un año de una efervescencia de emociones. Un 2020 característico por su crisis coyuntural en la salud pública y la economía. El arte no anuncia las crisis mundiales, pero sí nos la hace más llevadera.

Es imposible respirar vida sin la inspiración de las letras literarias, las imágenes de la fotografía, los sonidos de la música y sin las escenas del cine que cuentan historias. La realidad nos expone mafias, migraciones, violencia, crisis económica y emergencias sanitarias y nosotros con eso, seguimos creando, seguimos en «El aguante». «Así despacio y sin prisa, así se goza la vida», dijo Litio.

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