Por: Carolina Vélez – Colaboradora de Colectivo Sonoro.
Medellín, la ciudad reconocida por su reguetón, sus grafitis y una identidad profundamente urbana, celebró la 22.ª edición del Festival Altavoz, un evento que cada año convierte el ruido en símbolo y la calle en escenario. En medio de una escena musical dominada por los ritmos comerciales, Altavoz se erige como un recordatorio de que la contracultura no solo se resiste a desaparecer, sino que se expande con el paso de los años.
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El festival se realizó del sábado 11 al lunes 13 de octubre, con la participación de 53 bandas locales, nacionales e internacionales en tarima, repartidas entre el Estadio Cincuentenario y el Parque Norte. A pesar de los retos logísticos que impuso el clima cambiante, el público cumplió: vestidos cortos, camisas abiertas e impermeables listos por si llovía, acompañados de una energía inagotable que marcó el ritmo del fin de semana.
Este no fue solo un escenario para los grandes de la escena alternativa; también se abrió espacio a bandas de barrio que, gracias al Presupuesto Participativo (PP), siguen encontrando una plataforma para mostrar su talento y proyección, esta vez en el Altavoz.
El primer día estuvo marcado por la lluvia, pero eso no detuvo al público. Las personas hicieron gala de sus mejores pintas: caras pintadas de payaso o al estilo gótico, camisetas anchas de equipos de la NFL, gorras planas e incluso algunos cosplays de personajes como Chico Bestia y Luffy. Aunque la diferencia entre ambos escenarios era clara (uno más punk, el otro más urbano), algo resultó evidente: sin importar cómo se vieran o qué género musical prefirieran, se bailaba y se disfrutaba en un ambiente de auténtica inclusión.
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Para Mario Valencia, asistente de 46 años, este es el evento de ciudad que más espera durante todo el año, desde hace más de 15 años. Según cuenta, el Altavoz le cambió la vida, ya que, debido a sus ingresos, es la única oportunidad que tiene de vivir un evento musical de gran formato. «Así sea solo tres días al año, es el momento que más espero siempre», confirmó.
El domingo, con menor afluencia de público, el festival acogió sonidos pesados como el metal y el hardcore, junto sonoridades desprendidas del rock alternativo, demostrando que la diversidad musical es una de sus mayores fortalezas.
Para María Clara Valencia, quien hace apenas un mes cumplió 18 años, esta fue su primera experiencia en Altavoz. «Para mi mamá esto son puros gritos o música de vicioso, por eso nunca me acompañó. Pero ya puedo venir sola, así a ella no le guste», aseguró. Para Valencia, asistir al festival representó su primer paso hacia la adultez y la posibilidad de sentirse parte de una comunidad en la ciudad, aunque a veces no lo parezca. «Siempre fui la rara porque me gustaba la música y las cosas diferentes a la mayoría, pero aquí hay muchas personas como yo», comentó sonriendo, con el maquillaje corrido por la lluvia.
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El lunes, en la jornada final del festival, el clima volvió a ser perfecto como en el día anterior y el Estadio Cincuentenario y el Parque Norte recibieron con los brazos abiertos sonidos extremos de punk, punk rock, rock alternativo, indie, entre otros.
Este año la fiesta, y como ya se ha vuelto una constante, el Altavoz no fue solo para los paisas. Al festival asistieron visitantes de Bogotá, Cali y el Eje Cafetero, quienes le cumplieron la cita al evento sin importar la distancia recorrida.
Además de los shows en las diferentes tarimas, esta edición incluyó una rueda de negocios musicales con el objetivo de visibilizar artistas locales, zonas de emprendimiento y merchandising, y un fuerte enfoque en la sostenibilidad ambiental. La recolección de residuos, los puntos de reciclaje y el orden en el montaje fueron destacados por los asistentes. Además, se aprovechó el evento para recoger insumos y alimentos destinados a hogares de adopción de perros y gatos en la ciudad.
Canciones que hablan, huelen y suenan a Medellín.
Dos décadas después de su primera edición, el Festival Altavoz se mantiene como un símbolo de identidad y resistencia cultural en Medellín. Su impacto trasciende lo musical: con entrada libre y espíritu comunitario, Altavoz continúa siendo una muestra del poder de la música como herramienta de transformación social.
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