Por: Fernando Rosas Manrique.
Colaborador Colectivo Sonoro
Dejé pasar a David Bowie muchas veces en mi vida. Lo esquivé en mi adolescencia, cuando mi cabeza se agitaba con la sicodelia –casi- intelectual de The Doors, la –para nada- ingenua belleza de los Beatles y mientras Pink Floyd empezaba a coquetearme desde un vinilo rescatado de los anaqueles un poco polvorientos de mis tías. [Cinco grandes canciones de David Bowie].
Lo dejé pasar cuando Cobain lo remozó para su desconectado, reconociendo su grandeza (‘The man who sold the world’, 1970), pero sin engancharme. Lo esquivé de nuevo al encontrármelo casi 20 años después de haber nacido, cuando tenía casi la misma edad de ‘Under Pressure’ (1981). Aunque Queen reformuló mi idea y me puso al frente de un Bowie que parecía –en concordancia con el consenso general- magnético y digno de un trono en mí Olimpo, aún no me hacía presa de la devoción y en el peor de los casos, el profundo respeto que profesaba la mayor parte del mundo melómano que hasta entonces conocía. [Frases para recordar al eterno David Bowie].
Tuve que llegar al umbral del tercer piso y quemar a otros aparentes sobrehumanos (Hendrix, Zeppelin, Charly García y un largo etcétera), para que David Bowie apareciera oficialmente en mi vida, un día antes de mi trigésimo cumpleaños. Por ese entonces vivía un pequeño infierno que me quitaba el sueño por lapsos de hasta cuatro días seguidos y en aquellas madrugadas, lo único que me daba calma, entre otras compañías, era el sonido de la música para esperar la inevitable salida del sol.
La primera canción que escuché con real interés fue una recomendación de alguien que apenas recuerdo de los días de vigilia, pero me aseguró que “me volaría la cabeza”. Se trataba de ‘I would be your slave’ (2002) y resultó llena de esperanza y dolor, tal como yo entonces. Sin poderse comparar con otras, tal vez más famosas y mejor referenciadas. Esta melodía se convirtió casi de inmediato en una de mis imprescindibles, porque por primera vez sentí que Bowie me hablaba al alma sin importarle cuántas veces había encogido los hombros o lo había pasado en el reproductor.
Con el tiempo el sueño regresó y los dolores se fueron haciendo más leves, tal vez gracias a que Ziggy, Aladdin, el Duque y tantos otros que siempre fueron una extensión de David Robert Jones, me enseñaron que existía música más inteligente, preciosa y menos pretenciosa que la que conocía y en algún momento pudo definirme. El arte trasciende al arte. Precisamente, de Bowie aprendí que lo mejor de definirse era que hacerlo era el comienzo perfecto para romper con todo y cambiar, reinventarse, ser un camaleón y a la vez ser tú mismo, desde lo indefinible.
Hoy, casi cuatro años después de haber sucumbido al encanto artístico, estético, vanguardista, profético y enmascaradamente visceral de este hombre (o superhombre, aún si Nietzsche no admitiese el uso de tal adjetivo), desperté a las 4 de la mañana con un malestar más allá de las consecuencias físicas de mi gusto por la noche. Creí que en su infinita y reiterativa crueldad, el mundo me mentía con humor negro, pero sí: David Bowie ha muerto de cáncer, dos días después de volver a dejar al mundo boquiabierto con Blackstar (2016), 48 horas después de cumplir 69 años, cuatro milenios después del hombre, minutos antes de revivir el mal sabor de boca que deja el dolor.
Creo que la memoria más profunda de nuestro camino en este mundo siempre va acompañada de canciones que nos ayudan a saber quiénes fuimos y qué nos importaba cuando estuvimos vivos y fuimos felices, muchas veces sin saberlo hasta que el recuerdo ataca. El tiempo le da a cada uno el lugar que le corresponde y matiza la experiencia, ayudando a formar una escultura de la masa que resulta de mezclar los años con lo que de verdad nos toca el alma.
Tal vez el David Bowie que hoy adoro y despido con lágrimas, al mismo tiempo que escribo y edito esto para evitar el empalago, sea un desconocido o poco relevante para usted que lee. Tal vez Bowie y el mito que para usted funciona sea más literario, más histriónico o incluso más ‘fashionista’ que el David que me comprimió el corazón y “me voló la cabeza”. Tal vez el David Bowie que hoy me duele y me hace sonreír por haber sido un genio que reinterpretó su tiempo y se adelantó a él en cada ocasión posible, para usted sea irrelevante o solo una tendencia más a la que nos acostumbró la carrera recurrente de la virtualidad.
Pero, de cualquier manera, lo único que podría atreverme a pedir en pro de un mundo mejor, a pesar del desastre cotidiano, es que algún día y por el motivo que mejor se ajuste, se permita reinventarlo, y la vez redefinirse, porque si algo podemos aprender del ejemplo público de El Delgado Duque Blanco, es que lo único escrito es la maravillosa incertidumbre del futuro.
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