Rocanrol Aicardi: El ídolo de siempre

Por: Pablito Wilson

En algún momento de su nuevo libro el escritor Diego Londoño asevera –con conocimiento de causa– que la beatlemanía tuvo menos impacto en Medellín que en otras partes del país, debido a lo que posteriormente se conocerá como el sentimiento ‘rodolfista’ y a una supuesta preferencia de los melómanos locales por la música de Los Hispanos. Está más cercana a sus raíces folclóricas colombianas y por supuesto, cantada en su propio idioma. La afirmación es atrevida, pero él no es ningún descarado a la hora de hacerla. Viene de trabajar durante seis años una fantástica biografía que tributa a Rodolfo Aicardi, ese ícono de la denominada música tropical que excedió a la música tropical en sí misma. Viene de repasar su música como seguramente nunca lo había hecho antes. Viene de entrevistar familiares, amigos y conocidos. Y viene de un proceso editorial –con todo lo que este conlleva desde que nace crudo, en forma de simple idea– que solo él conoce a fondo, que nosotros solo podríamos imaginar.

‘El ídolo de siempre’ nos lo venden como libro de música, pero realmente es una lección de periodismo. Un texto repleto de referencias que van enriqueciendo el relato a medida que avanza. Una obra que jugará con el suspenso y página tras página irá soltando detalles aparentemente incompletos, que cuando se completen en el párrafo siguiente, sin que nos demos cuenta ya se habrán colado en el alma. Una colección de metáforas que provocarán a todo escritor en proceso de formación que se siente a leerlo, ganas incontenibles de correr hasta Medellín para morder al autor a ver si se le pega la capacidad de desarrollar alguna de igual calibre. Una detallada crónica de largo aliento, que se sentirá como una versión musicalizada del fantástico ‘El oro y la oscuridad’ que Alberto Salcedo Ramos escribió hace años para resignificar la vida de Kid Pambelé.

Podcast Colectivo Sonoro: Diego Londoño.

Otro de esos personajes que desde la clasificación simple podemos decir que son “puro rocanrol”, desconociendo que transgresión o perseverancia son cualidades de larga data que no son patrimonio de ninguna música. Y que –en él– han estado más bien nutridas por otro tipo de actitudes ‘rocanroleras’: como pueden ser el tirar al carajo el almuerzo de los internos de todo un colegio de monjas, tocar las cincuenta mil puertas que son necesarias para ser un artista famoso o incluso, devolver un animalito herido a su propio hábitat –a dos horas de su propio hogar. Porque es realmente en acciones como estas, que ponen granitos de arena para cambiar el mundo en que vivimos, donde está contenida la verdadera esencia del rocanrol.

Londoño también viene con su propia cuota transgresora, y aunque esta no sea protagonista de su relato (sería inapropiado que así fuera), lo deja claro desde la primera frase del primer capítulo: “Es medianoche y Medellín estalla como el más intenso de los bombardeos. La ciudad está sumergida en una fiesta absurda que suena igual que la guerra”. Diego habla de la alborada, pero no solo relata, también cuestiona la razón de ser de esta inofensiva costumbre que tiene pegada la droga y la muerte en algún punto de su historia. Más adelante Diego también lanzará disimulados dardos a ciertos actores del relato, que como son disimulados, no seré yo quien los ponga en evidencia. Aun así, en las últimas páginas el libro aclarará que en él se han modificado nombres propios para proteger la integridad de algunos involucrados de la historia.

Todo esto va apareciendo mientras leemos sobre la vida de un artista dedicado, un padre compañero, un hombre con –algunas– posturas conservadoras y un poco de mal carácter. Deambulamos por cada etapa sonora de Aicardi (Sexteto Miramar, Los Hispanos, La Típica RA7, Los Hispanos otra vez…). Recordamos exitazos como “Así empezaron papá y mamá”, “Colegiala”, “Limoncito con ron”, etcétera y más etcétera. Encontramos otra pieza faltante para poder armar ese inmenso rompecabezas que es el legado de la música popular colombiana. Es precisamente ahí donde el prólogo de Carlos Vives puede entenderse más como un ingrediente esencial de la historia, que como la simple adición de un nombre famoso para dar más peso al producto comercial. Cuando este otro ícono colombiano que ha interpretado tanto vallenato, como rock-pop, como reggaetón tilda al protagonista del relato de “Elvis magangueleño”, no solo está hablando de aquel simpático costeño que creció para –entre otras cosas– comprarse tres carros con los colores de la bandera de Colombia. Sino que está hablando de sí mismo: El Rocanrol Aicardi de esta época.

Y no, nunca sabremos por qué se casó “Adonay”. El libro termina sin poder responder esa pregunta. Pero créanme, tampoco nos hará falta.

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